Durante todo 2019 los llamados “chalecos amarillos”
invadieron Francia, sobre todo su capital París. En un principio fueron
protestas, más o menos pacíficas, encabezadas por los agricultores franceses
que se quejaban por sus condiciones de vida. El final ya lo conocemos todos:
las protestas llegan a la capital; se produce el efeto llamada; se juntan
grupos radicales de cualquier signo y… “arde París”.
En 2020 parece que le toca a España. De momento,
llevan dos semanas manifestándose por las distintas zonas agrícolas españolas y
han aparecido "tímidamente” por Madrid. Esperemos que no sigan los pasos
franceses. Por cierto, ¿cómo se llamarían aquí? “Boinas amarillas” podría sonar
un tanto despectivo.
¿De qué se quejan nuestros agricultores? De muchas
cosas. Y con razón en su inmensa mayoría. Pero sobre todo lo que les duele es
el bolsillo. Su maltratado bolsillo que no para de mermar año tras año y una de
las razones que esgrimen es que, a ellos, en el campo, les pagan una miseria
por sus cosechas y luego, en los supermercados de las ciudades, los compradores
pagan una fortuna por lo mismo y que esa diferencia se la quedan los
intermediarios. Un argumento que llevamos décadas escuchando, por cierto. La
originalidad no es una de sus virtudes. Será por eso les están copiando los
políticos de izquierdas y los sindicalistas más rancios.
¿Es cierto esto que dicen? Evidentemente, sí. Pero la
diferencia no se la quedan los intermediarios especulando, sino trabajando.
Veamos unos pocos números (siempre redondeados) siguiendo el ejemplo de las
naranjas con que titulamos el post, aunque pasa lo mismo con otras frutas y
verduras:
Al agricultor le pagan algo menos de 20 céntimos de
euros por kilo de naranjas. Naturalmente, tiene unos gastos como son la mano de
obra que tiene que contratar, la maquinaria, el agua, los fertilizantes y los
productos fitosanitarios. Con toda seguridad, en muchas ocasiones, los gastos
superan los ingresos. De esto se quejan.
Normalmente, el agricultor vende su cosecha a una
central hortofrutícola de la zona que se encarga de comercializarla en origen.
Entre los gastos de esta central figuran la recolección (en caso de realizarla
el agricultor, cobra algo más de los 20 céntimos iniciales por kilo), el
transporte de la cosecha desde las fincas hasta la central, las mermas, es
decir, el porcentaje de naranjas que no se consideran de primera calidad y son
desechadas, el coste de los materiales del envasado y paletizado, los gastos
generales (alquileres, luz agua, seguros, maquinaria…), la mano de obra
empleada en la manipulación, envasado y almacenaje del producto y,
habitualmente, el transporte hasta el mayorista o la plataforma de
distribución. El precio por el que vende cada kilo de naranjas es de unos 40
céntimos por kilo.
Llega al mayorista o distribuidor de destino. Los
gastos de éstos comprenden los gastos en infraestructuras (alquileres o
amortizaciones de terrenos, maquinaria…), suministros como luz o agua, seguros,
servicios externos, gastos de personal, mermas en el producto y transporte
desde la plataforma de distribución a las diferentes tiendas o supermercados.
El precio al que venden las naranjas ronda el euro.
Para finalizar, lo recibe el punto de venta. Entre sus
gastos corre el transporte a los puntos de venta (en caso de tener varias
tiendas), las mermas (producto que se estropea o que no se vende), los gastos
de personal de las tiendas y los múltiples gastos generales que, como ya
conocen, se dividen entre todos los productos que venden. El precio de venta
final de nuestro kilo de naranjas se acerca a los dos euros.
Algunas lumbreras podemitas dirían que los precios
aumentan un 1.000% y que la diferencia se la quedan los especuladores y las
grandes superficies capitalistas y es que, si se fijan, entre el primer eslabón
de la cadena (agricultor) y el segundo, el precio ha aumentado un 100%; entre
el segundo y el tercero otro 100% y entre el tercero y el último (cliente
final) otro 100%. Si no tuviesen ningún gasto, el negocio sería redondo: doblar
lo invertido. Pero los malditos gastos no dejan que esto sea así. El beneficio
para el agricultor, en el mejor de los casos está en el 4%, el de la central
hortofrutícola en el 7%, el del distribuidor de destino en el 5% y el de la
tienda sobre el 2%. Recoger, empaquetar, transportar y vender las naranjas le resulta
muy caro al comprador final, aunque menos que coger el coche, desplazarse a una
región productora y comprarlas “in situ” a veinte céntimos, claro.
De la producción agrícola española, menos del 10% se
vende en supermercados, grandes superficies o tiendas de barrio (el resto va a
exportación, hostelería o industrias alimentarias). Es imposible que, por culpa
de los supermercados, los agricultores estén empobrecidos.
Conozco una familia de agricultores, con no muchos
terrenos, que cultivan hortalizas y tienen frutales y que luego venden su producción
en un puesto que tienen en el mercado de una población cercana. Por supuesto, las frutas y hortalizas pasan todos los controles
sanitarios y de calidad, pero no van empaquetadas, reutilizan los cajones para
transportarlas y la furgoneta es propia. Los gastos son mínimos, pero su precio
de venta es similar al de los puestos vecinos del mercado que compran a
mayoristas. Les aseguro que no les va nada mal.
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