El juez de menores de Granada, Emilio Calatayud, acaba de publicar un libro titulado “Mis sentencias ejemplares” en el que repasa curiosas anécdotas, éxitos y fracasos a lo largo de sus veinte años ejerciendo la magistratura en materia de menores.
Muchos de ustedes ya lo conocerán. Se le considera un juez que se ha adelantado en el tiempo, un visionario, pero lo que realmente mejor le define es el ser una persona con mucho sentido común y muchas ganas de que el delincuente que llega a su juzgado se rehabilite, que, al fin y al cabo, es el principal motivo de la imposición de castigos a los malhechores.
Muchos de ustedes ya lo conocerán. Se le considera un juez que se ha adelantado en el tiempo, un visionario, pero lo que realmente mejor le define es el ser una persona con mucho sentido común y muchas ganas de que el delincuente que llega a su juzgado se rehabilite, que, al fin y al cabo, es el principal motivo de la imposición de castigos a los malhechores.
A través de las páginas de su libro, nos cuenta algunas de sus sentencias y de cómo también cambian las tendencias en el mundo de la delincuencia.
A finales de los años ochenta, nos indica el juez Calatayud, los jóvenes que delinquían procedían de la clase marginal y la droga y el SIDA campaban a sus anchas. Muchas de sus condenas acababan con la obligación de aprender a leer o a sacarse el carné de conducir.
Sus sentencias iban encaminadas a reconducir a los jóvenes hacia un futuro profesional. Recuerda a aquel especialista en reventar cerraduras que ahora tiene una ferretería o a un “canalla” que tenía atemorizado al barrio del Albaicín, al que rebajó la pena si entraba en el Ejército y ahora es cabo, con doscientos hombres a su cargo.
Con el tiempo, las cosas han cambiado y ahora la delincuencia juvenil se nutre de todas las clases sociales, incorporándose los delitos relacionados con la tecnología. Ahora condena a niños “pijos” que hacen destrozos en el mobiliario urbano a lijar la difícil fachada del edificio de los juzgados o a jóvenes genios de la informática, que habían colgado en Internet una canción en la que insultaban a sus profesores, a una redacción de 100 folios sobre el buen uso de las nuevas tecnologías y a colgar en la red otra canción, que en este caso hable del buen hacer de sus profesores. También a un “hacker” al que como castigo social le ha impuesto dar clases de informática a los menos favorecidos.
Según el juez “ahora juzgo a los hijos de mis primeros chorizos”.
En el libro también se hace hincapié en la labor que los padres deben ejercer sobre sus hijos ya que no son conscientes de la responsabilidad que contraen en el momento de su nacimiento.
¿Cómo creen ustedes que se rehabilitará mejor un joven? ¿Aprendiendo a leer y sacrificando unas horas ayudando al prójimo o sentado sin nada que hacer dentro de una cárcel y aprendiendo a delinquir con las experiencias de los otros presos?
Algo estará haciendo bien el juez Calatayud cuando dice que “mi mayor satisfacción es encontrarme por la calle a un tiarrón que mide 1,80 al que había condenado por 20 atracos unos años atrás y que me dé un fuerte abrazo”. Y sin que le desaparezca la cartera.
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